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Discurso

Palabras del Presidente Gustavo Petro en la quinta reunión anual del Foro de París sobre la Paz

Foto: Presidencia de la República

Presidente Gustavo Petro en la quinta reunión anual del Foro de París sobre la Paz

Paris, 11 de noviembre de 2022.

Si uno mira las guerras del Siglo XX tratando de hacer un paneo global y general con lo que significan las falsedades que traen las generalizaciones, la pérdida de complejidad, uno podría resumir que el Siglo XX presenció unas guerras que se construían alrededor, o estallaban alrededor, o del concepto de la riqueza, o de la distribución de la riqueza.

Sean las guerras de liberación nacional de muchos de nuestros pueblos en el tercer mundo, sean las guerras agresivas que desató el fascismo y los nazis, sea lo que llamamos la Guerra Fría y que duró medio siglo hasta acabar casi con el siglo, todas, en el fondo, tenían que ver con el problema de la distribución de la riqueza y el concepto mismo de la riqueza.

Eso ha cambiado en el Siglo XXI y, de manera sustancial, hay una diferencia entre los conflictos armados que nos separan de este siglo con los del siglo pasado. Y, por tanto, un tratamiento diferente en la salida política dialogada o pacífica a esos conflictos.

Quizás, en este siglo podríamos ver dos estilos, dos fuentes, de la confrontación entre los seres humanos de tipo armado. Una tiene que ver con algo que voy a llamar a las guerras fósiles. En lo que llevamos del siglo han estallado diferentes conflictos armados bajo la forma de invasión, que tienen que ver con el petróleo, que tienen que ver con el gas, que tienen que ver, en general, con los hidrocarburos.

Irak, Siria, Libia nos muestran y, yo diría, y lo extendería a la actual guerra en Europa, Ucrania y Rusia, nos llevan a una especie de estertor, una especie de decadencia de la economía fósil en la humanidad.

La crisis climática

Como economía fósil concibo, como su nombre lo indica, pues la economía fundamental del mundo que usa como energía y como materia prima fundamental lo que nos está matando a través de su transformación, el consumo intensivo del petróleo, del carbón y del gas que es la fuente real de la crisis climática.

En lugar de utilizar los espacios de tiempo que aún tenemos, la vitalidad del pensamiento, de concentrarnos en las prioridades del principal problema de la humanidad, como que la crisis climática tiene el potencial de destruir toda la vida en el planeta y la especie humana.

Y no por los efectos ‘hollywoodescos’ de las grandes catástrofes que se pueden pasar por el cine y la televisión, sino, incluso, por lo invisible cuando se van rompiendo, a través del cambio planetario de los ciclos del agua, los ciclos mismos de la vida, las cadenas infinitesimales de la vida, allá en lo invisible aparece el monstruo, lo que nos puede extinguir.

Los virus, las bacterias, cambian de comportamiento, la posibilidad de que especies enteras, a través, apenas, de algunas semanas, meses o pocos años desaparezcan.

Si es así con las especies vegetales, si es así con las especies animales, ¿por qué no con el ser humano?

La ciencia lo dicho. Y, sin embargo, ese tiempo vial que aún tenemos para hacer las transformaciones profundas que la crisis climática demanda a las sociedades, a la política, al poder, al sistema económico, no solamente local sino global, una demanda de transformaciones que si se quiere tendrían que ser radicales, ese tiempo de la transformación se oculta, se pierde, se gasta a partir de una especie de política del avestruz, nada pacífica.

Una política del negacionismo que tiene que ver en el fondo con que no se quiere cambiar el poder, con que no se quiere cambiar la sociedad, con que no se quiere cambiar un sistema económico que ha construido enormes intereses minoritarios dentro de la humanidad.

Solo hay que ver el diferencial de consumo per cápita de material fósil y, por tanto, de emisiones de CO2 por persona, si se compara el ciudadano común de los Estados Unidos con el ciudadano común de Colombia o de una nación de África o del sur de Asia.

Esa desigualdad en emisiones es la desigualdad social del mundo. Y ese poder, ese tipo de sistema económico que genera tal clase de desigualdad quiere permanecer, quiere vendernos la tesis que la solución a la crisis climática es un simple cambio tecnológico y cosmético con que solo se espiche una tecla y podríamos cambiar todo sin que cambie nada, como la vieja Tesis del Gatopardo (obra literaria del Siglo XX, escrita por Giuseppe Tomasi di), de Lampedusa, cambia todo, pero en el fondo no cambia nada.

Pues en esa degradación de la política, en esa degradación del poder en medio de una crisis civilizatoria indudable, como que estamos viviendo el comienzo de los tiempos de la extinción y nos tapamos los ojos o, más bien, vamos con los ojos abiertos, pero al suicidio.

Aparecen, como decía Antonio Gramsci (filósofo, teórico marxista, político, sociólogo y periodista italiano), los monstruos.

Las guerras fósiles

Los monstruos ya están aquí. Los monstruos son un tipo de conflicto que le voy a llamar las guerras fósiles. Lo que desató en este siglo las invasiones. Y todas son, desde el punto de vista ético y democrático, malas, negativas, perversas.

No hay una invasión buena y una inversión mala. No hay una postura política que te diga, no, es que es correcto el que rechaces esta invasión, pero aplaudas y participa en esta otra invasión, porque no son más sino los determinantes del poder mundial lo que guía una u otra posición en esa especie de negacionismo.

En la práctica, así se tenga un discurso sobre la crisis climática, un discurso en automático que puedes combinar los párrafos de manera diferente, que puedes usar en Sharm El Sheikh, sur del Sinaí, pero también en París, pero puedes usar en Pekín, pero también en Nueva York, y dices lo mismo y no dices nada, porque es, simplemente, una retórica de la crisis climática en medio de ese negacionismo.

En la práctica vamos hacia las guerras, vamos hacia la barbarie. Le he nominado a esta tendencia 1933, pero global, en 1933 Hitler ascendió al poder en Alemania.

Las guerras por el control de riqueza

Hay otro tipo de conflictos en el Siglo XXI más locales, más provinciales, que no aparecen en la televisión sino de vez en vez que les voy a llamar los conflictos que ya no son por la distribución de la riqueza o por cambio del concepto de la riqueza como un Siglo XX, sino que tienen que ver es con el control de unas riquezas, generalmente, materias primas. Las guerras por el diamante, las guerras por las esmeraldas –en el caso de Colombia–, las guerras por el opio, las guerras por la cocaína y en el fondo, también, las guerras por el control de los pozos petroleros o carboneros en el mundo.

Ese tipo de conflictos ha generado lo que el filósofo Alain Badiou, francés, no sé si parisino, nos enseñó ahora recientemente cómo la creación de los asesinos de masas, grandes depredadores en territorios que expulsan, desplazan, torturan y masacran poblaciones enteras solo con un objetivo, quedarse con las riquezas locales y, a partir de ellas, mantener a perpetuidad la generación de ejércitos armados privados, ejércitos armados que pueden continuar guerras a perpetuidad.

Tenemos esos dos esos dos tipos de conflicto: las guerras fósiles y las guerras por el control de la riqueza.

Si quiero aterrizar a mi país, desde esta perspectiva, a mi región donde está Colombia y Venezuela, en una de la esquina de América del Sur, entre el Pacífico y el Atlántico, muy bien situada –si uno mira el planeta de determinada manera podría decir, con la relatividad de los puntos geográficos, en el centro del mundo y sin esa misma relatividad, la gran capital de la biodiversidad del mundo, países bellos, hermosos porque por circunstancias geológicas del azar de la creación del planeta terminaron concentrando la mayor parte de las especies vivas naturales y animales del planeta tierra, una explosión de biodiversidad, una explosión de vida concentrada en unos pocos kilómetros cuadrados–. Si yo voy hacia ese rincón, encuentro las mayores reservas de carbón de muchas en el mundo, y las mayores reservas de petróleo, entre varias, en el mundo. Petróleo y carbón debajo de la tierra.

Y en medio de esa diversidad natural que está en cuestión, que está en destrucción, precisamente por lo que hay en el subsuelo, pero no por culpa de lo que hay en el subsuelo, sino porque la maquinaria económica desatada desde la revolución industrial –una manera de organización de la humanidad alrededor de la producción específica– el capital movido por el ansia de acumulación, por el ansia de la ganancia, en tiempos bíblicos se podría decir por la codicia, ve en ese subsuelo la fuente de la riqueza y no ve en suelo de explosión de la vida ningún tipo de riqueza, sino algo desechable por destruir.

Bueno, en ese rincón tenemos guerras y nuestra responsabilidad como Jefes de Estado allí, como líderes políticos, como lideresas, como sociedad en general, es tratar de aplacar esas guerras.

Y me he preguntado a lo largo de estas últimas décadas de mi lucha política, que incluso ha pasado por las armas, si la posibilidad de la paz en esa región del mundo de casi 100 millones de habitantes, no tiene que pasar, no solo, por las decisiones internas, sino por el mundo.

Por ejemplo, Venezuela, bloqueada, la presión sobre Venezuela que sufre de una polarización política y de una inestabilidad democrática indudable, tiene que ver con el petróleo que está en el subsuelo.

Es que allí hay muchísimo petróleo. Y, por tanto, esta tendencia del avestruz, del negacionismo a controlar la riqueza, en términos de energías fósiles, lleva ya intereses: qué si son los rusos, que sí es la OTAN, como si Venezuela pudiera ser también una posible Ucrania.

Y vecino de mi país, con centenares de kilómetros de frontera común, con flujos migratorios que antes que la humanidad conociera, o por lo menos los países ricos conocieran de ellos, ya había observado en las últimas décadas millones de colombianos que fluían hacia Venezuela, cuando los precios del petróleo eran altos, y nosotros pobres.

O al revés, millones de venezolanos que fluían hacia Colombia y no sin xenofobias, no sin aparición del odio, del uno contra el otro, bastante contenido.

Nosotros nos dimos cuenta desde hace décadas que el venezolanos y colombianos, somos el mismo pueblo. Sí millones pasaron a un lado, y millones pasaron al otro, nuestros hijos son comunes, nuestra sangre es común, y no nos avergüenza, porque no hemos caído, de todas maneras, en esa ficción del odio al extraño, del odio al extranjero, del odio al inmigrante por muy diferente que sea.

Colombia, en medio de una guerra perpetua

En este escenario de nuestra esquina, Colombia vive una guerra perpetua. Desde hace décadas, ha pasado por las fases de la historia. Nació por allá en el Siglo XIX, yo diría que nació en el momento en que un imperio europeo, el español, decidió conquistar un territorio que desconocía absolutamente, la gran explosión de la vida, la potencia mundial de la vida, donde hoy se sitúa Colombia.

Guerra perpetua que ha matado centenares de miles de colombianos y colombianas, que sufren, son los pobres. Guerra perpetua qué pasó a través del Siglo XX en la Guerra Fría, que se vistió de rojo y que se vistió de negro, también como en España. Y que sobrevivió, luego, en el Siglo XXI, vistiéndose de los ropajes del control de la riqueza, del control de la cocaína.

En uno y en otro país la guerra tiene un acicate, tiene un fogonero, que está en el mundo.

Para el caso venezolano, que aún no sufre de conflicto armado, y espero que nunca lo sufra, el control del petróleo, la decadencia de la economía fósil, la imposibilidad de pensar aún en una economía descarbonizada, porque en realidad esa palabra oculta que una economía descarbonizada implica una transformación real de la sociedad, de la economía, de los intereses que surgen de la economía y del poder.

Y en el caso colombiano, el acicate, el fogonero también está en el mundo. Ya no es la dinámica interna de la sociedad colombiana autodestruyéndose, sino que es una prohibición normada y dictaminada desde organismos internacionales: prohibir la hoja de coca, que no es más en un vegetal, y lo que los europeos descubrieron transformando esa hoja, en cocaína.

La cocaína mata a tres mil personas en Estados Unidos, más por las mezclas que le colocan, por su prohibición, y hoy el fentanilo, una droga de no se produce en América, mata a 100 mil norteamericanos en un año.

Tras la guerra contra la cocaína han muerto, en los últimos 50 años, cuando Nixon la decretó –la decretó contra la marihuana, paradójicamente la mayoría los Estados, de los Estados Unidos la han legalizado–, han muerto un millón de latinoamericanos.

La región más violenta del mundo hoy no es Ucrania, no es el Medio Oriente, no es Irak, no es Libia; la región más violenta del mundo está en América, son las rutas ‘clandestinizadas’ del transporte de la cocaína. Ciudad y país por donde pasa va dejando un reguero de sangre, que se cuenta por centenares de miles: un millón de muertos latinoamericanos, millones de presos por consumir drogas en los Estados Unidos, la mayoría de raza negra o de étnias afroamericanas.

Unos carteles de la droga, muchísimo más poderosos de los que alguna vez fue Pablo Escobar, que palidece ante el poder de las actuales mafias multinacionales, que ya no son colombianas. Y en ese empresariado de la mafia, que mueve miles de millones de dólares a escala mundial, entre la banca, entre el sistema financiero, a través del lavado de activos, una guerra que aún permanece en el proletariado del narcotráfico, en las poblaciones y en los territorios a controlar en nuestra Colombia, la potencia mundial de la vida.

Apoyo de la sociedad al consumidor

Dos decisiones mundiales: la de no dar el paso hacia la economía descarbonizada y aislarnos del carbón y del petróleo, y la de prohibir (cuando perfectamente los mismos dineros podrían ser utilizados ya no en la guerra sino en la prevención del consumo, como se ha hecho con la nicotina), nos ha condenado no a ser la gran explosión de la vida, como la naturaleza nos indica, sino un lugar de muerte, de fosas comunes, de cementerios, de desangre, de destrucción.

La paz, por tanto, aquí, tiene unas consecuencias que no solo tienen que ver con la responsabilidad nuestra como colombianos, como venezolanos, que intentamos dialogar, que intentamos hablar para que el espectro de la muerte se aleje de nuestro rincón, y pueda florecer precisamente la vida, y entregarle a la humanidad la posibilidad de respirar en la atmósfera sin el CO2, cuidando la selva amazónica, por ejemplo, sino que depende también de las decisiones del mundo, en sus instancias de poder, las del FMI, las de la Organización Mundial del Comercio, las de la COP, si pudiera ser eficaz, que cada vez menos lo es, unas decisiones del mundo que ya tienen, a diferencia de la del avestruz, que abrir los ojos y mirar la realidad.

La guerra contra las drogas ha fracasado y no ha traído sino muerte, y una muerte mayor que las guerras en el siglo XXI; es una guerra invisible que no se cuenta a través de los medios de comunicación, que no aparece en los noticieros cotidianos, pero que mata más, y de manera violenta, a unos ya otros, persiguiendo millones de personas por ser consumidores, como consumidores son los que se toman un trago de champaña o de alcohol; como consumidores son los que se fuman un tabaco, un cigarrillo, incluso con drogas peores.

Cuando deberían tener la mano del médico y del psicólogo y la psicóloga, cuando deberían tener una sociedad capaz de generar solidaridad y afecto. Porque la persona que cae en la esclavitud de los consumos de estupefacientes, simplemente es la persona más débil una sociedad, que simplemente no la mira.

La falta de afecto de las sociedades, produce al drogadicto, a la drogadicta, y, por tanto, si queremos disminuir ese número, lo que tenemos es que hacer crecer el amor, el afecto y la intensidad de la vida, en sociedades que se acostumbraron a vivir como carreras de caballo, compitiendo, como sociedades que se acostumbraron a vivir, en la soledad, en la falta del amor.

Dos decisiones mundiales

Decisiones mundiales, en el poder: hay que cambiar la política sobre las drogas, y hay que asumir, con valentía y audacia, como líderes y lideresas, la conducción de la humanidad a enfrentar poderes mundiales que nos conducen hacia la autodestrucción humana; que conduzcan hacia la economía descarbonizada, es decir, que conduzcan a una transformación que no es solo tecnológica, fríamente hablando, sino que tiene que ver con profundas transformaciones sociales, políticas, y, por tanto, del poder en el mundo, para que podamos vivir.

Como resumen, diría que estamos enfrentando en estos tiempos, que pueden ser los del comienzo de la extinción humana, lo dice la ciencia, también los tiempos de lucha entre la humanidad y la codicia, entre la humanidad y su vida, y un poder mortal que se cifra alrededor de la acumulación infinita y permanente de cosas.

La humanidad tiene que salir de un concepto de riqueza que se construye alrededor de la acumulación de las cosas, hacia un concepto de riqueza que tiene que ver con la intensidad de la existencia.

Ese cambio es un cambio radical, y el miedo a ese cambio es el que nos conduce tanto a las guerras fósiles de este siglo, incluida la presente, como a las guerras por el control por la riqueza, vieja, que, en mi caso, en Colombia, hace de Colombia un país en guerra perpetua.

Cambien la política antidrogas y asuman, con valentía, la conducción de la sociedad hacia la economía descarbonizada, cambiando el poder. Si no lo hacemos nosotros, lo hará la humanidad sin nosotros,

Gracias, muy amables.

(Fin/evr/epr/fca/gaj)

 

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